Bitâcora de textos y notas varias

samedi 9 février 2013

El cliché de París no se acaba nunca…

midnight
¿Puede haber algo más banal que caminar una tarde por las calles de París y detenerse en un cine para ver una película sobre esta ciudad? Tantas han sido – y serán – las filmaciones que se han hecho en ella que ir o no da casi lo mismo. Sin embargo, hay algo que a veces nos hace olvidar la banalidad de la situación, un elemento significativo. En este caso el plus fue el nombre del director: Woody Allen. Pero apenas pasan unos minutos me doy cuenta del error (demasiado tarde: suelo ir hasta el final de la función, a menos de que se trate de un bodrio gigantesco), cuando no cabe duda que un actor rubio, más bien alto, se comporta como lo ha hecho Allen en tantas de sus películas. Sí, decidirse a verla la cinta entera presupone un cierto masoquismo (no va a ser buena) y la malsana curiosidad de reconocer los lugares se realizaron las grabaciones, como cuando uno echa un vistazo a la casa de algún amor pasado y quiere saber cómo está arreglado el departamento, qué huellas y recuerdos propios quedan en la memoria del otro.

La historia: Gil, un autor hollywoodense de guiones que intenta ser un autor “serio” de novela, va a París con su prometida para impregnarse de aquella nostalgia que lo habita y que le impide gozar del tiempo presente. De casualidad, eso sí, ayudado por la embriaguez de grandes vinos de por lo menos cincuenta años, es transportado a los años veinte, a la “Golden age” en la que hubiera sido feliz según sus ideas de hombre del siglo XXI. Ahí conoce a la natilla y la crème chantilly de la vida mundana y artística de París, es decir: los Fitzgerald, Cole Porter, Hemingway, Gertrude Stein, Dalí, Picasso, Man Ray, Josephine Baker, etc etc… Mientras Stein lee su libro y lo pone a rescribir, Gil escucha las lecciones delirantes de Hemingway, conoce y se enamora de una “artist groopie” que pasó por las camas de Modigliani y Picasso (entre otros), le da la idea a Buñuel para hacer “El ángel exterminador”, rompe con su prometida… en suma, un conjunto de situaciones que vuelven a Gil un Ceniciento que sólo necesitaba descubrirse en los ojos inequívocos de otro tiempo para abandonar de su situación de inseguridad y de rechazo al presente y darle la puntilla a su novela (y a su novia de paso).

Si en un momento parece divertido ver en vida a la gente que pasaba su tiempo en la vida bohemia de aquella época, al final el cruce entre el presente y el pasado parece más bien una enumeración de people de ambos tiempos… El espectador se da cuenta del número importante de gente que aparece en la pantalla sin hacer mayor esfuerzo por “actuar”, aunque están ahí porque se supone que todo el mundo los conoce. La lista es larga y el resultado es inútil, por lo que no vale la pena detenerse en ellos. En cambio, vale la pena demorarse en la “pseudo-filosofía” alleniana del gran amor, de la pasión verdadera por lo que uno desea hacer, de las grandes decisiones que tarde o temprano hay que tomar en la vida, sobre todo la de entregarnos a nuestro sueño en cuerpo y alma, de no tenerle miedo a la muerte y de quemar las naves, aunque ello signifique renunciar “a nuestros más grandes deseos” y aceptar la realidad como es en el presente: incompleta.

En esta película el personaje principal tener cubiertos los ojos con los versos de Manrique: “Cualquiere tiempo pasado fue mejor…” En su doble vertiente el pasado es: o un espejismo para estos personajes que son incapaces de enfrentar al presente, o un acicate para los que están dispuestos a perder sus sueños por una morocha (o una rubia, no importa, mientras se deje ligar…). Sin embargo, lo que no se pierde nunca, como la fiesta parisina de Hemingway, es el cliché de los lugares, de los ambientes, de las réplicas déjà vus. Para Allen la ciudad de París no es moderna, no puede serlo. Cada una de las locaciones es reconocible. Las calles, los antros más pobres y los ya míticos (el Polydor, el Maxim’s, el Moulin rouge…), todo es una misma e idéntica tarjeta postal. París no se acaba nunca tal vez porque ya no puede gastarse más. Como en el museo de cera, el retrato de Allen es una réplica exacta de un cuerpo vivo. O algo que intenta serlo porque ni él, ni nosotros, vivimos hace cien años. La magia del cine se derrumba y se queda inmóvil: obsoleta condición del cliché. No cabe duda que, más temprano que tarde, habrá una película sobre el mismo Woody, sobre su vida mundana en NY, sus amores, su bohemia.

Mientras tanto, la fiesta de París no se acaba nunca, aunque la de Allen parece haber llegado al límite.


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