El cliché de París no se acaba nunca…
¿Puede haber algo más banal que
caminar una tarde por las calles de París y detenerse en un cine para
ver una película sobre esta ciudad? Tantas han sido – y serán – las
filmaciones que se han hecho en ella que ir o no da casi lo mismo. Sin
embargo, hay algo que a veces nos hace olvidar la banalidad de la
situación, un elemento significativo. En este caso el plus fue
el nombre del director: Woody Allen. Pero apenas pasan unos minutos me
doy cuenta del error (demasiado tarde: suelo ir hasta el final de la
función, a menos de que se trate de un bodrio gigantesco), cuando no
cabe duda que un actor rubio, más bien alto, se comporta como lo ha
hecho Allen en tantas de sus películas. Sí, decidirse a verla la cinta
entera presupone un cierto masoquismo (no va a ser buena) y la malsana
curiosidad de reconocer los lugares se realizaron las grabaciones, como
cuando uno echa un vistazo a la casa de algún amor pasado y quiere saber
cómo está arreglado el departamento, qué huellas y recuerdos propios
quedan en la memoria del otro.
La historia: Gil, un autor hollywoodense de guiones
que intenta ser un autor “serio” de novela, va a París con su prometida
para impregnarse de aquella nostalgia que lo habita y que le impide
gozar del tiempo presente. De casualidad, eso sí, ayudado por la
embriaguez de grandes vinos de por lo menos cincuenta años, es
transportado a los años veinte, a la “Golden age” en la que hubiera sido
feliz según sus ideas de hombre del siglo XXI. Ahí conoce a la natilla y la crème chantilly
de la vida mundana y artística de París, es decir: los Fitzgerald, Cole
Porter, Hemingway, Gertrude Stein, Dalí, Picasso, Man Ray, Josephine
Baker, etc etc… Mientras Stein lee su libro y lo pone a rescribir, Gil
escucha las lecciones delirantes de Hemingway, conoce y se enamora de
una “artist groopie” que pasó por las camas de Modigliani y Picasso
(entre otros), le da la idea a Buñuel para hacer “El ángel
exterminador”, rompe con su prometida… en suma, un conjunto de
situaciones que vuelven a Gil un Ceniciento que sólo necesitaba
descubrirse en los ojos inequívocos de otro tiempo para abandonar de su
situación de inseguridad y de rechazo al presente y darle la puntilla a
su novela (y a su novia de paso).
Si en un momento parece divertido ver en vida a la
gente que pasaba su tiempo en la vida bohemia de aquella época, al final
el cruce entre el presente y el pasado parece más bien una enumeración
de people de ambos tiempos… El espectador se da cuenta del
número importante de gente que aparece en la pantalla sin hacer mayor
esfuerzo por “actuar”, aunque están ahí porque se supone que todo el
mundo los conoce. La lista es larga y el resultado es inútil, por lo que
no vale la pena detenerse en ellos. En cambio, vale la pena demorarse
en la “pseudo-filosofía” alleniana del gran amor, de la pasión verdadera
por lo que uno desea hacer, de las grandes decisiones que tarde o
temprano hay que tomar en la vida, sobre todo la de entregarnos a
nuestro sueño en cuerpo y alma, de no tenerle miedo a la muerte y de
quemar las naves, aunque ello signifique renunciar “a nuestros más
grandes deseos” y aceptar la realidad como es en el presente:
incompleta.
En esta película el personaje principal tener
cubiertos los ojos con los versos de Manrique: “Cualquiere tiempo pasado
fue mejor…” En su doble vertiente el pasado es: o un espejismo para
estos personajes que son incapaces de enfrentar al presente, o un
acicate para los que están dispuestos a perder sus sueños por una
morocha (o una rubia, no importa, mientras se deje ligar…). Sin embargo,
lo que no se pierde nunca, como la fiesta parisina de Hemingway, es el
cliché de los lugares, de los ambientes, de las réplicas déjà vus.
Para Allen la ciudad de París no es moderna, no puede serlo. Cada una
de las locaciones es reconocible. Las calles, los antros más pobres y
los ya míticos (el Polydor, el Maxim’s, el Moulin rouge…), todo es una
misma e idéntica tarjeta postal. París no se acaba nunca tal vez porque
ya no puede gastarse más. Como en el museo de cera, el retrato de Allen
es una réplica exacta de un cuerpo vivo. O algo que intenta serlo porque
ni él, ni nosotros, vivimos hace cien años. La magia del cine se
derrumba y se queda inmóvil: obsoleta condición del cliché. No cabe duda
que, más temprano que tarde, habrá una película sobre el mismo Woody,
sobre su vida mundana en NY, sus amores, su bohemia.
Mientras tanto, la fiesta de París no se acaba nunca, aunque la de Allen parece haber llegado al límite.
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