Bitâcora de textos y notas varias

jeudi 21 novembre 2013

"Sobre El sendero frugal, de Jacques Dupin" por Víctor cabrera


 


El video circuló en YouTube en 2011 y podría encontrarse fácilmente bajo las etiquetas de «poesía» e «incertidumbre». En él, un grupo de poetas de varios países de habla española trata de explicar su propia idea, personal y grupal, del término «poesía», al tiempo que esgrime una defensa un tanto atolondrada de eso que en España ha dado en nombrarse «poesía de la experiencia», una corriente definida por sus supuestas honestidad enunciativa, transparencia verbal y sintáctica y pureza emocional. Una poesía, se entiende, que pueda comprenderse y ser aprehendida, capaz de tocar y conmover al ciudadano de a pie. En algún momento de aquel documento audiovisual, uno de esos poetas de la claridad —español joven de marcado acento andaluz— trata de esbozar un argumento para desacreditar ciertas corrientes poéticas y a sus practicantes, insoportablemente afectos a la abstracción, el hermetismo y un excesivo enrarecimiento del sentido. A riesgo de resultar injusto y de tergiversar el sentido último de lo planteado por nuestro poeta de la experiencia, describiré brevemente, mutatis mutandis, aquel denuesto del oscurecimiento del discurso poético: «Si uno va al cine y no entiende la película, uno llega rápidamente a la conclusión de que la película es mala. En cambio, si un lector común y corriente abre un libro de poemas y no entiende nada, cree que no tiene la capacidad intelectual para comprenderlo. Me parece obvio que cuando un poema no se entiende es porque  el poeta ha hecho mal su trabajo».

Si la ingenuidad o la franca —por llamarla de algún modo— insensatez de tal arenga podría llamar a la risa o la ternura, lo que alarma es el resabio de incomprensión e intolerancia oculto tras esas palabras de poeta «diáfano» y «sincero». Lo que hay de fondo es la voluntad de anulación de la multiplicidad del discurso poético, de la heterogeneidad de voces y de sentidos, de la capacidad polisémica y multirreferencial del lenguaje, de su función connotativa, a cambio de un modo unívoco de enunciación y significación, una ruta única trazada de antemano para el decir poético. Lo que hay también es la ya gastada controversia —y falsa en realidad— entre poesía (o mejor, entre poetas) de la experiencia o la emoción y poetas de la inteligencia. Falsa, absurda en realidad, porque supone que la opción de una cancela la posibilidad de la otra, como si la inteligencia no fuese un producto decantado de la experiencia o como si ésta no se obtuviese mediante repetidos y arduos procesos intelectivos; como si, a fin de cuentas, no fuera el lenguaje mismo producto de la inteligencia.

Hago esta acaso demasiado larga elucubración inicial porque, antes que una provocación o la inteligente premisa de un proyecto poético, parece más una      patochada, una «bravata de jactanciosos», abogar a estas alturas por una poesía cuya pretendida transparencia se oponga  y venza a la oscura incertidumbre de la época (como si el mundo y todas sus épocas, la vida, la realidad, en fin, aportaran alguna certeza distinta del inexorable, inevitable tránsito final, también conocido como muerte o fin); pues ¿no es precisamente de la incertidumbre, de la imposibilidad de asir, de aprehender el mundo y sus cosas de donde nacen el lenguaje, el verbo y el nombre, la poesía? ¿No es la incomodidad de la incertidumbre, el malestar vital que ella genera, lo que lleva al humano ser a cuestionar su entorno físico y metafísico, su contexto vital, a dar orden y cauce a las ideas y conceptos  que sobre éste se ha formado? ¿Y no es la poesía una de esas maneras de ordenar el caos, de explicarse el mundo, de atravesar —no combatir— la incertidumbre?

Densa, hermética  y al mismo tiempo cargada de una fuerza emocional que la ilumina sin aclararla del todo, la poesía de Jacques Dupin pone todas estas preguntas sobre la mesa y al hacerlo, antes que brindarnos respuestas infalibles o incuestionables certezas, nos muestra las heridas, las marcas, las cicatrices que la duda inflige en la conciencia y el lenguaje. Opuesta a dicotomías manidas, antes que una de la oscuridad —o del claroscuro—, la de Dupin es una poética del enrarecimiento y, en últimas, de la demolición. Planteada desde la imposibilidad de su articulación, esta poesía hurga entre los escombros del ser, busca el «titilar de los signos en la profusión de las cenizas», y es capaz de erigirse en un solo verso, paradójico en su transparencia: «El canto que es en sí mismo   su hoz», la voz —esto  es, la conciencia— que a sí misma  se siega para (re)nacer, el lenguaje que, como la semilla evangélica, muere  para dar frutos:  «La escritura se atiborra de perfumes que la descomponen. La luz se abre, como un higo maduro...». A partir de este nacimiento, que es en realidad una resurrección, los poemas de Dupin responden a la doble intención observada por Iván Salinas:


Por una parte, buscan quebrar la lengua, y todas las estructuras que le dan orden, para instaurar un espacio en el que pueda aparecer el lenguaje. Por la otra, es necesario destruir el poema esperado, desde su interior mismo, para dar paso a la poesía y a través de ella intuir la experiencia del adentro y el afuera.

 
Hijo de una era y un espacio convulsionados por el horror de la guerra, Dupin parece ceñirse a la célebre sentencia de Adorno: No es posible escribir poesía después de Auschwitz. O lo será a cambio de renunciar  a sus prestigiosos  supuestos. A diferencia de lo postulado por aquellos poetas excesivamente afectos a la literalidad de sus emociones  hueras, en Dupin, como observa Paul Auster, «el poema ya no es un registro de sentimientos, una canción o una meditación. Más bien es el campo en el espacio mental donde se permite que tenga una lucha: entre la destrucción del poema y la búsqueda del poema  posible». Es sintomático en este sentido el conocimiento del poeta, como crítico, galerista y editor, del arte de su época: como la obra de Miró o de Tàpies, la poesía de Dupin exige interpretación más que percepción, intuición, más que para advertir, para reinventar (o reinvertir) las formas. Como la poesía visual de aquellos colegas plásticos, la verbal de éste plantea, desde cierta animalidad, una vuelta a la palabra básica, a las formas esenciales.


Quizás, entre los múltiples datos de la minuciosa cronología que de Dupin nos ofrece Iván Salinas en este volumen, faltaría alguno que se refiriera a la experiencia psicoanalítica del poeta, más allá de la mención del padre psiquiatra y de la experiencia infantil «entre locos y religiosas», pues no me parece casual la no tan velada presencia de ciertos conceptos. Si para el Dr. Freud la poesía —como los sueños— representa una Vía Regia hacia lo inconsciente, para Dupin los

sonidos eruptivos imaginan que son el poema
                                                                                    pero el silencio
y el sinsentido conjugados
los asaltan, los absorben... el deseo

traza una línea soberana, levanta inmaduramente lo que está prohibido escribir



Hace ya algunos años escribí, a propósito de otro libro de poemas, unas líneas que creo que ahora vienen nuevamente a cuento: «Hay, en psicoanálisis, un término que alude a la idea de desprendimiento, de corte, de separación: la hiancia, una grieta que permite atisbar aquel panorama emergente, la oquedad en la que el sujeto es plenamente: “Es en la antinomia”, dice Lacan, “en la hiancia, en la dificultad, donde encontramos la posibilidad de transparencia”». Estas palabras  me parecen ahora aplicables a la poesía de Jacques Dupin, poblada de fallas, de fracturas, de escombros desde los cuales es posible atisbar la posibilidad de una re-constitución a partir no del lenguaje y de la escritura   (de su imposibilidad), sino de la poesía, del silencio que la engendra  «y del vacío que la impulsa».


Sabemos bien que el traslado de una lengua a otra nos impide la justa valoración de una poesía, de sus matices sonoros; no obstante, la precisa, quirúrgica  labor con que Iván Salinas ha acometido la interpretación (más que la traducción) de estos poemas ha logrado cuando menos el prodigio de que la deslumbrante inteligencia de Jacques Dupin y sus vibrantes destellos emocionales lleguen hasta nosotros como las imágenes de una película que, sin terminar de comprenderla, nos conmueve hasta las lágrimas.


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dimanche 3 novembre 2013

Le jour où j’ai renoncé à renouveler mon abonnement Veli’b

Cher Veli’b,
Je croyais que j’allais laisser passer comme ça la dure décision que j’ai prise : ne plus réactiver ma carte d’abonné pour une nouvelle année de veli’b-balades. Mais non, je ne peux pas garder pour moi la raison la plus pesante qui m’a mené à te dire adieu : j’en ai marre.
J’en ai marre d’habiter dans le dix-huitième, sur la bute de Montmartre, et ne jamais trouver des vélos.
Oui, JAMAIS.
Tu me diras que j’exagère.
Mais non.
Sur la station la plus proche de ma maison, Felix Ziem (18111), c’était plus facile de croiser une mouette qu’un vélo. Et quand par hasard il y en avait un, oh surprise ! Il était là parce qu’il était abîmé : le vélo était bien là – malgré lui...
Parfois je me disais que c’était de la paranoïa, qu’il y avait bel et bien des vélos mais que je les voyais passer sans m’en apercevoir. Ainsi, je suis devenu bien plus abonné du site veli’b (s’il ne ramait pas à mort) que des vélos que j’aurai pu emprunter. Pour rien. Aussi, j’ai pensé à montrer que je n’exagérai pas, mais j’ai toujours trouvé inutile de faire des captures d’écran pour faire un journal de bord de la station et montrer qu’à n’importe quelle heure (entre 8h et 18h) c’était peine perdue de descendre et vouloir rentabiliser mon abonnement : zéro, niet, nada.
Ah, mais tu me demanderas : les stations autour ?! La 18019, Marcadet et Mont-Cénis, pas très garnie, Damrémont-Caulaincourt (18001), rarement, Hôpital Brétonneau (18019), idem… Il fallait, parfois, marcher jusqu’à Clichy (et ce n’était même pas sûr), pour dénicher The Precious, déposé par hasard par quelqu’un sans doute égaré et confus.
Ok, d’accord, mais n’oublions pas, vas-tu me dire, que c’est la faute aux usagers qui descendent avec les vélos et n’en remontent pas. Certes, mais moi, et d’autres veli’b-nautes nous remontions la côte et nous déposions nos vélos dans ces stations. Je n’étais pas le seul. Nous contribuons modestement au roulement qui aurait dû surtout être assuré par le service de veli’b, et qui n’a jamais fonctionné.
Une fois tous les deux jours, si on avait la chance, l’une des stations étaient desservie à ras le bord. On ne déposait pas une partie ici et une autre là. NON. On s’en débarrassait de tout d’un coup et puis hop, problème résolu. Le comble a était lorsque je ne sais pas quel génie-de-la-logistique a décidé de réapprovisionner les stations, enfin, mais nouvelle surprise, cela n’a pas été fait le matin ni à midi, quand cela aurait pu être réellement utile. Non, Veli’b, les stations étaient remplies à fond APRES 18H ! Et tous les gens qui ramenaient des vélos se sont trouvés à nouveaux coincés, obligés de chercher une station plus loin, comme le matin pour pouvoir partir…
Mais je ne devrais pas me plaindre comme ça, c’est vrai, dans nos contrées (en disant ça je me sens comme si sur la bute on habitait l’Himalaya), on peut trouver des vélos pendant une longue période : en hiver, et aussi quand il pleut. Alors, nous sommes ravis de contempler de nos fenêtres tous ces beaux vélos garés sans que personne n’ose les utiliser dans de si belles occasions…
Voilà donc les raisons, cher Veli’b, qui m’ont menés à te dire adieu et laisser dans l’oubli toutes les minutes cumulées sur mon compte dans les stations +. Je ne vais (ni veux) plus payer pour un service qui n’en est pas un, qui profite uniquement à certaines zones de la ville. Je ne vais plus payer pour entretenir une équipe qui est derrière et qui ne songé pas vraiment à trouver une solution pour résoudre un problème qui restera endémique jusqu’à ce qu’on ne trouve un roulement efficace du trop des vélos dans le centre à certaines heures (toutes les stations autour de la Place de la Bourse, par exemple, sont blindées le matin et vides-à-mort le soir !!!!) et les distribuer dans certains quartiers abandonnés.
Avant, j’avais dans ma poche une carte qui me faisait penser que j’avais la possibilité d’utiliser des milliers de véli’bs DANS TOUTE LA VILLE sans avoir à me prendre la tête, mais c’est fini. Je ne vais pas renouveler mon abonnement et c’est dommage, parce que le vélo est mon moyen de déplacement.
Aujourd’hui, j’ai un propre vélo qui ne souffre pas des aléas des voisins et ne dépend pas non plus de l’(in)efficacité de ton service de réapprovisionnement. Avec mon vélo je pourrais continuer à rouler en toute liberté et, bien évidemment, ce ne sera pas « grâce » à toi.

Heureusement.